martes, 30 de enero de 2018

"Verano 1993" (Carla Simón, 2017)


Película con una mirada distinta, experiencia cuasi subjetiva, con la cámara a ras de la protagonista, una niña de seis años que afronta un primer verano junto a sus tíos, sin sus padres; cámara nerviosa, tempo lento, perspectiva infantil, evocación de la infancia perdida, sensibilidad poética, un trasfondo dramático que vamos descubriendo poco a poco. Es una ópera prima hecha en estado de gracia porque es muy complicado contar lo que cuenta sin caer en lo dramático y lo lacrimógeno y en cambio conmueve profundamente transportándote a ese pasado dramático con sutileza, mimo y un exquisita observación del detalle.
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Reparto: Bruna Cusí, David Verdaguer, Laia Artigas
Guionista: Carla Simón
Productor: Samuel Sánchez
Fotografía: Santiago Racaj
Montaje: Aina Calleja
Duración: 97 minutos










Se entra en esta película a la altura de los ojos de la niña protagonista y te mantienes en esa perspectiva hasta el final y sólo por eso es una película distinta. La cámara la enfoca en primer plano o en plano general, enfoca lo que ve o va tras ella (me acordaba en esos momentos de la oscarizada “El hijo de Saúl” intenso drama sobre el holocausto de hace dos años). Ahora mismo no recuerdo planos descriptivos o narrativos más allá de lo que acontece alrededor de Frida así que podríamos decir que se explora en exclusiva su existencia en aquel verano de 1993 y es importante esto porque según confesión de su directora el argumento se basa en su propia infancia.

Entiendo que, como película evocadora de una experiencia personal del pasado hay mucho de su directora en la forma de ver las cosas y de mostrarlas y todo refleja una peculiar sensibilidad, probablemente tamizada y condicionada  por el drama. Hay belleza en todo lo que filma, pero también tristeza contenida y ambas cosas junto con el cocktail de imágenes luminosas de la casa rural donde todo sucede, junto a esos silencios tan significativos en los que habla más el rostro de la niña de lo que pudieran hacerlo las palabras, junto a los diálogos entrecortados ocultando parte de esa verdad que conviene no decir, todo eso crea un verano de 1993 que es único e intransferible y que no veremos más en ninguna película por parecida que sea. Es muy grande que una directora novel consiga esto y de la forma que lo consigue Carla Simón.

Yo llamo a estas películas “de atmósfera” porque puedes ver historias semejantes, pero ninguna tendrá exactamente esta. Es algo casi más cercano a la poesía o la pintura que al cine. Particularmente ese tipo de atmósferas me conquistan, quizás porque soy un espectador potencialmente favorable para todo lo que tenga un poso melancólico o sentimental. Habrá otros, seguro, a quien la película aburra soberanamente. El tempo es lento, los diálogos ajustados, el montaje trata de evitar el aburrimiento o el repetirse pero algunas escenas se toman su tiempo (para ver las gallinas, para seguir a las niñas entre los arbustos, para descifrar sus caras, para explorar la soledad incluso en compañía) y no es que sucedan muchas cosas.



Sí existe un cierto suspense, algo que me parece clave para que el espectador tome interés en un relato de este tipo. Si no estamos suficientemente informados previamente y mejor que no lo estemos, nada más empezar intuiremos que algo sucede, que  los mayores le escamotean conversaciones e información a la niña y poco a poco iremos sabiendo por qué. Hay un drama intenso detrás, un infierno que amenaza con teñir de tristeza ese paraíso idílico que debería ser siempre la infancia y que, en cualquier caso, la está condicionando.

El personaje de Frida, magníficamente interpretado por Laia Artigas, deambula con el rostro serio, sin demasiadas concesiones a la sonrisa  y muestra una personalidad que por momentos nos conmueve y por momentos repudiamos, no se pretende que nos caiga bien o que resulte simpática, de hecho no lo es porque sus circunstancias se lo impiden. Es muy difícil conseguir esto tal y como nos lo muestran y también lo es entender que las contradicciones del personaje lo definen y nos invitan a intentar comprenderlo.

La película propone no sólo un retorno a 1993, que por otro lado no se preocupa de nada que no sea el 1993 de los personajes (porque realmente da igual que sea 1993 salvo para ellos), además invita a zambullirse en la infancia por un lado y en un estado de ánimo por otro y a empatizar con un personaje y una familia zarandeados por el destino. Es posible que durante el visionado, muy ajustado a hora y media buscando un equilibrio narrativo que a mi juicio consigue, cometamos el desliz de desconectar de Frida y de juzgarla, pero al final se “redime” de sus “pecados” y llegamos a comprender el porqué de todos sus actos y ahí es donde la emoción, que ha estado contenida en todo momento, se desborda. El final me pareció muy intenso sin que haya nada que realmente lo recalque o lo acentúe.

Una película hermosa y peculiar, exigente en cierto grado, una rara avis del cine español que algunos emparentan ya con grandes títulos como “El secreto de la colmena” o “El sur”. No sé si está a ese grandioso nivel, las mencionadas me parecen dos de las más grandes películas que ha dado el cine español (sobretodo la segunda), pero desde luego ésta desborda sensibilidad y de premios y reconocimientos va a ir bien surtida porque lo merece.